Con la licencia correspondiente en el bolsillo, una condecoración en el pecho y un órgano de manivela, Andreas Pum finalmente ha podido dejar el barracón número 24 del hospital militar, el de los mutilados, y ha salido a la calle dispuesto a ganarse la vida honradamente como músico ambulante. Él es una persona de orden, un patriota. No como aquellos otros desesperados, vagos, malhechores o borrachos que no hacen otra cosa que propició la maldita subversión. A él, desde su esquina preferida, lo que más le gusta de tocar son, obviamente, el himno nacional y las marchas militares.
Eran tiempos de inminencia pero aún no lo sabía. Como no había entendido tampoco que él, y la mayoría de los que la rodeaban, era hijo de un régimen que había anunciado su disolución, el del imperio austrohúngaro, y que muy pronto su patética figura se verá salpicada por una sombra amenazadora que para él se sintetiza en la palabra revolución.
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